La noche en la piel de la pantera: 7. Informe sobre R. Steiner

26/05/2015 § Deja un comentario

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A Sostoa no le pareció sensato mencionar este incidente en el informe que le encargó Primo de Rivera. Relató, en cambio, el viaje de Rodolfo Steiner al Tíbet para rodar una película documental encomendada por la Cancillería Alemana. Desde el principio, Rodolfo Steiner se había negado en rotundo a que transportaran el equipo en tren. Esto no es un viaje turístico, había dicho, los desplazamientos esenciales de la vida deben hacerse a pie. Marchar a pie imponía un ritmo distinto a los acontecimientos, pensaba Rodolfo Steiner, un ritmo pedestre (humano, aborigen) sobre el que pretendía erigir un cinema viril y de calidad. Así que lo había dispuesto todo para hacer el viaje a pie desde Berlín hasta el Tíbet. Esta determinación drástica (temeraria, suicida) había puesto en desbandada a todos los técnicos y operarios cinemáticos, dejándolo en compañía de un antropólogo italiano y de los militares que debían acompañarlo a la fuerza (y que le deseaban la peor de las muertes, llegando incluso a dispararle en una ocasión, sin causarle más que una herida superficial en el muslo derecho). Rodolfo Steiner no se amedrentó. Al contrario, adiestró a los soldados más perspicaces en el uso del material cinemático (trípodes, cámaras, focos de luz, planchas de positivado y un aparato de patente propia para agilizar el proceso de montaje, por lo demás reducido al mínimo, pues por entonces Rodolfo Steiner se limitaba a hacer girar el rollo de principio a fin sin pausa alguna, empalmando después una cinta con otra) y se ganó a los más díscolos al arrojarse desde un puente de 12 metros de altura sobre el cauce de un río casi seco, donde sólo apenas un palmo de lodo amortiguó una caída de la que milagrosamente salió ileso. Al parecer con este gesto quiso demostrarles que él no iba a permanecer en retaguardia ni viajar en volandas, sino que estaba dispuesto a correr más riesgos que nadie. Vosotros sois soldados de Alemania, les había dicho antes de saltar al vacío, pero yo soy un soldado del cinema (ein Filmsoldat).

El 24 de mayo de 1925, equipado con una brújula, un poncho y una mochila de cuero con lo esencial, trazó en el mapa una línea recta que unía Berlín y el Tíbet y se puso en marcha, encabezando la expedición Tíbet Secreto (Geheimnis Tíbet). Sin embargo, Rodolfo Steiner cayó enfermo nada más entrar en Rusia, y tuvo que doblegarse a la adversidad y consentir en que los trasladaran hasta Odesa en un tren para el transporte de ganado. Allí embarcaron con rumbo a Batumi, cruzando después el Cáucaso hasta Bakú. Tardaron casi dos meses y medio en llegar a Nueva Delhi, donde quienes aún no habían desertado del proyecto se le amotinaron, obligando a Rodolfo Steiner y al antropólogo italiano, que se le había vuelto inseparable, a salvar el pellejo y la película tomando un tren a Calcuta, y desde allí embarcar con rumbo al Canal de Suez, dando por terminado el rodaje.

La película, que obsequió al público alemán imágenes nunca vistas, decía Sostoa en su informe, le dio a Rodolfo Steiner el crédito necesario para emprender un segundo proyecto: construir una ópera ambulante (un teatro sobre ruedas que él mismo había proyectado) arrastrada por la fuerza tractora de cuatro carros de combate para llevar Lohengrin de Ricardo Wagner a las zonas alpinas de Baviera, donde apenas había llegado el drama lírico. En esta aventura de dimensiones épicas veía Sostoa el tipo de cinema que buscaba Primo de Rivera. Rodolfo Steiner, decía en su informe, es el primer cineasta en fundir el enfoque documental y el de ficción en un género superior, en el que Sostoa veía, o decía ver, el futuro del cinema. Rodolfo Steiner, decía, no pone en escena historias de ficción con personajes y trama, ni por el contrario rueda “hechos consumados” que suceden de manera independiente, como un mero documentalista del Kino-Pravda, decía Sostoa haciendo gala de erudición, y aprovechando además para lanzar un dardo a los simpatizantes de Dziga Vertov, cuya película El Cinema-ojo: La vida captada al improviso había sido proyectada recientemente en la Exposición de París, suscitando el interés de cineastas y críticos franceses, siempre ávidos de novedades futuristas. La realidad sin imaginación es como un pollo sin cabeza, decía Sostoa. La originalidad visionaria de Rodolfo Steiner consistía en poner en escena (o más bien en marcha) acontecimientos (una expedición, una singladura, una hecatombe) para después documentarlos, sintetizando la naturaleza fotográfica del cinema con sus aspiraciones demiúrgicas.

Astutamente, Sostoa se cuidó de pasar también por alto que toda una sección de violines (los primeros violines, situados en el margen izquierdo de la orquesta) había perecido bajo una avalancha, y también que en una aldea de Bavaria un grupo de campesinos borrachos y embrutecidos por siglos de grosería y endogamia habían asaltado en el segundo entreacto a la soprano que hacía el papel de Ortrud, la habían agredido hasta dejarla inconsciente y después habían tratado de poseerla por la fuerza. Sólo la hermética complejidad del vestuario (falda, rebozo, camisa, corpiño, corsé, enaguas, pollera) y la rápida intervención de los soldados que acompañaban a la troupe (que abrieron fuego de ametralladora y mortero sobre el público insurrecto) evitaron la tragedia. Todo esto estaba en la película de Rodolfo Steiner, la cual sin embargo jamás llegó a difundirse (se alegó que el frío extremo de las regiones de montaña había congelado las cintas, dejándolas tiesas como rollos de espagueti), salvo un montaje casero destinado a los archivos oficiales y que acabó circulando en secreto por salones de clubes militares y facciones ultraderechistas, donde el filme fue recibido como un sueño en tierra de nadie. Por lo demás, Rodolfo Steiner repudiaba esta película. Veía en ella una experiencia malograda, arruinada por la contradicción entre la pomposidad de la materia y el enfoque pequeño-burgués y criminal con que, sin proponérselo, había acabado degradándola.

La noche en la piel de la pantera: 6. Der heilige Berg

12/05/2015 § Deja un comentario

En aquel preciso instante Rodolfo Steiner viajaba en el expreso Zurich-Berlín, lamiéndose las heridas. La noche anterior había sido expulsado del rodaje de Der heilige Berg de Arnoldo Fanck (en la que tenía un papel estelar una joven llamada Leni Riefenstahl) después de pelearse a puñetazos con buena parte del equipo de rodaje. Al parecer, durante la cena, medio en broma y medio en serio, Rodolfo Steiner había empezado a decir que Fanck pervertía el género de las películas de montaña (Bergfilm). La retórica de las películas del doctor Fanck, había dicho Rodolfo Steiner (como si se refiriera a una persona ausente, mas mirando a Fanck a la cara), mancha la pureza y el peligro de las montañas con un sentimentalismo de salón. En lugar de hacer una película sobre la grandeza de las montañas, siguió Rodolfo Steiner, el doctor Fanck cuenta la historia de amor entre la muchacha valerosa y el montañero simpático, proyectando en la naturaleza un romanticismo de revista de sociedad e infectando la vida en estado puro con su raquitismo espiritual de alemán promedio. La naturaleza del doctor Fanck cabe en una maceta, dijo. Y luego: Sus películas son odas a la pereza de la imaginación: llevan el salón a la montaña para devolver la montaña al salón, ahorrándole al espectador toda fatiga. Y, acto seguido, ante el estupor de todos los presentes, estrelló una jarra de cerveza en la cabeza del director renano, mientras decía: Ni siquiera las avalanchas son reales.

La noche en la piel de la pantera: 5.Conversación entre Sostoa y Primo de Rivera

02/05/2015 § Deja un comentario

Por lo demás, no había necesidad de ocultar nada. Por aquel entonces la identidad de Rodolfo Steiner era un secreto a voces, aunque lo único que se sabía a ciencia cierta era que se trataba de un protegido del general Primo de Rivera, un cineasta alemán llegado a España para darle al cinema nacional “una dimensión épica”. No era un secreto que a Primo de Rivera le gustaba el cinema, ni una exageración que veía todas las películas que se producían en España, por malas que fueran, y algunas eran atroces, y también las más notorias producciones extranjeras, la mayoría de las cuales jamás llegaban a las pantallas, algunas porque nadie osaba invertir en ellas, otras porque atentaban contra la honestidad pública y la pureza de las costumbres españolas. El general, lector de excepción, se extraviaba en las áridas abstracciones de los libros, cuya fraseología jamás podía traducir a visiones concretas. Como hombre de acción, despreciaba lo imaginario sin aplicación práctica inmediata, y así le parecía que la escritura aplazaba viciosamente lo sustancial. Las páginas, para otros llenas de letras amigas y comprensibles, le ofrecían al general la visión de una maligna plaga de insectos tipográficos (ciempiés, milpiés, termitas, escorpiones, arañas, cucarachas, hormigones carnívoros). Por un documental inglés se había enterado de que el planeta alojaba 200 millones de insectos por cada ser humano, una cifra que lo llenaba de indignación y de espanto. Cada vez que veía la boca de un hormiguero no podía pasar por alto que algunos contenían más de 20 millones de habitantes, los cuales llevaban una vida subterránea y secreta en sistemas de túneles inaccesibles, y se apresuraba a pisotearles la entrada hasta no dejar rastro de ella. Era inútil: se calculaba que en total vivían sobre el planeta 1.000 billones de hormigas. En la selva amazónica se concentraban unas 60.000 especies, con 320 millones de individuos por hectárea. Pero no hacía falta ir tan lejos: en un acre de suelo inglés (qué fortuna, qué lujo, vivir en España) había casi 18 millones de bichos. El general ignoraba la extensión de un acre, pero tenía una memoria infalible para las fechas históricas, los rostros sospechosos y los datos estadísticos, y cada vez que abría un libro aquellos guarismos astronómicos se le encendían en el cerebro como las luces de un teatro de variedades. El cinema, en cambio, le ofrecía una versión amena e inofensiva de la cultura. Para fortuna del general, el cinema español era adicto a la adaptación. Zarzuelas, romances, dramas costumbristas, en suma las obras de las mejores plumas españolas (Jacinto Benavente, los hermanos Álvarez Quintero, Carlos Arniches, Palacio Valdés, Benito Pérez Galdós, Pío Baroja), todo había sido llevado a la pantalla, donde lucía mucho mejor que en los libros. A menudo, al final de una larga jornada de trabajo, Primo de Rivera no se iba directamente a su domicilio de la calle Serrano 86, sino que se encerraba en la sala de proyecciones del Cuartel de la Magdalena. La acción de las películas lo cautivaba en tal grado que tardaba horas en salir por completo del universo evocado en ellas. El general hacía el camino a casa ensimismado, soñando con millones de mentes anegadas por un riego abrasivo de imágenes elevadas y auténticas.

Esta fantasía había madurado durante una conversación con Serafín Sostoa. Sostoa, doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense, a la que había seguido vinculado como profesor de filosofía y aspirante a todo, era crítico de cinema en “El imparcial”, además de aficionado a la morfina, a la que debía sus momentos de perspicacia. El cinema, había dicho Primo de Rivera, es la imagen de la muerte. Al contrario, dijo Sostoa por puro espíritu de contradicción, es la imagen de la vida. En el futuro, siguió, nadie podrá pensar o imaginar sin el soporte material de una pantalla, de modo que un hombre aislado en una celda oscura será poco más que un vegetal gimiente a efectos mentales. Es más, si un marciano aterrizara mañana en Madrid y entrara a una sala de cinema, dijo ya absolutamente lanzado, llegaría a la conclusión de que el pensamiento no es un fenómeno individual de los cerebros, sino una actividad colectiva reflejada en la pantalla. Esto le dio que pensar a Primo de Rivera. ¿Y si el marciano estuviera en lo cierto? Si el alma española se encontraba de hecho en las pantallas, España, había que reconocerlo, iba a causarle una pobre impresión al explorador extraterrestre. El general estaba bien informado, los números cantaban: entre 1925 y 1926 se habían producido 96 películas, la mayoría de ellas en la capital, impresionando 54.733 kilogramos de celuloide, que habían costado en total 4.159.708 pesetas, lo que suponía 43.330 pesetas con 29 céntimos por película, mientras que en un filme de Hollywood como El gran desfile de King Vidor (qué gran película) se habían invertido 245.000 dólares, cinco veces más de lo que habían supuesto todas aquellas 96 producciones españolas juntas. Claro que esto era sólo el aspecto material, la faceta capitalista del cinema. ¿Y la calidad? ¿Y el espíritu? Sostoa lo desengañó. Una cosa es ser patriota y otra cerrar los ojos a la verdad, dijo. El auténtico patriota debe ser lúcido, crítico con lo que haya que criticar. La crítica ha de mirar la realidad de frente, dijo Sostoa, aunque después la historia la ponga en su lugar. ¿Adónde quería llegar? Estaba claro. Incluso desde la perspectiva más parcial y subjetiva y con toda la ternura que merecían las películas españolas, que eran traídas al mundo sin provisión y como si cualquier cosa, no había punto de comparación entre El nacimiento de una nación y La verbena de la Paloma, entre Napoleón y Currito de la Cruz, entre El Potemkin y El pollo pera. Si la pantalla cartografía el espíritu nacional, éste, dijo Sostoa, es todavía un borrador pueril y bochornoso de lo humano, un arsenal de intenciones malogradas, un cuerpo sin cabeza y con los miembros raquíticos y tarados. El cinema español, dictaminó, se halla extraviado en un interregno de cosas que ya no existen y cosas que aún están por existir.

Así fue como, con Sostoa oficiando de Atenea (inspiradora de poetas, políticos y héroes de gesta), el general empezó a concebir la mentalidad del pueblo español como una masa gelatinosa y amorfa a la que daría forma con el molde de un cinema patriótico de calidad. Un cinema-eje. Un cinema-católico-castrense. Un cinema-viga-maestra. Y empezó a soñar despierto con la creación de una escuela cinemática española distinguida por la magnanimidad y el futurismo. Yo, le dijo a Sostoa (con quien se reunía para beber y dialogar, aunque invariablemente acabaran los dos monologando), seré el mayor productor cinemático de la historia, o mejor aun seré el productor cinemático de la Historia. Y en su imaginación, inspirada por un jerez festivo y pegador, empezaron a hornearse imágenes grandiosas e inconexas, visiones desgajadas y salvajes en las que la realidad se volvía un inmenso escenario de vodevil con tintes trágicos y el cinema una puesta en escena de la vulgaridad sublimada. No hay arte que entone mejor que el cinema la tonadilla de la colectividad, decía Sostoa. El pensamiento colectivo no puede expresarse como pensamiento, decía, así que debe llevarse a la pantalla. ¿Qué es España sino un vórtice de pensamiento colectivo, un gran estudio de cinema, una reproducción a escala de la idea universal?, preguntaba Primo de Rivera. Cierto, cierto, decía Sostoa. La Dictadura era una obra de arte, la Unión Patriótica, un movimiento artístico. Nosotros somos la verdadera vanguardia, dijo el general, los encargados de diseñar el porvenir en la escombrera del presente. Sostoa no dijo nada. No estaba seguro de hasta qué punto el General lo incluía a él, un civil, en aquel nosotros, aunque deseaba fervientemente que fuera sin límites.

Sostoa era el perro verde de una familia vasca de rancio abolengo militar. Su bisabuelo, José Francisco Sostoa Zuloaga, bautizado el 18 de junio de 1740 en la Parroquia de San Andrés de Eibar, había sido sucesivamente comisario de guerra, alcalde y juez ordinario de Elgueta, para terminar de Oficial Real del puerto de Montevideo, puesto concedido en 1774 por cédula del Rey Carlos III. En Montevideo se casó con la uruguaya María Isadora Achucarro Camejo el 1 de diciembre de 1775, y de aquel matrimonio nacieron dos nuevos servidores de la patria, el cadete del Regimiento de Infantería del Río de la Plata José María Sostoa Achucarro, muerto en servicio en junio de 1804, y el teniente de Infantería de Marina Tomás Sostoa Achucarro, abuelo de Serafín Sostoa, que sentó plaza en la compañía de El Ferrol el 12 de abril de 1805, dejando  la liquidada gobernación española de Montevideo, que pasó a manos inglesas y después se declaró independiente y luego cayó en poder portugués y después brasileño, siempre con derramamientos de sangre de por medio. Luego, en 1816, el abuelo se radicó en Málaga, donde se casó con la malagueña María Dolores Ordóñez Viana el 24 de mayo de 1821, procreando seis futuros oficiales de Infantería de Marina, Tomás (“Tomasito”), Rafael, Fernando, José, Enrique y Joaquín Sostoa Ordóñez, padre y tíos paternos de Serafín Sostoa, que a la sazón era el primero y único de los catorce nietos varones del brigadier Tomás Sostoa Achucarro que no ingresara en el ejército, aunque mantenía intacta la vocación familiar por el servicio a la patria y la fijación de la mentalidad militar por la promoción y el ascenso.

Precisamente frecuentaba al general con la intención de que lo ayudara a ingresar en la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria, un organismo de formación inminente en el que participarían catedráticos, arquitectos, jurisconsultos y financieros, presididos por el Rey Alfonso XIII. El objetivo de la Junta sería ubicar la desterrada Universidad Complutense en los terrenos adyacentes al Palacio de la Moncloa, entre en Palacio Real y el Palacio de El Pardo, generosamente cedidos por el Rey para levantar allí desde los cimientos una universidad nueva, un monumento del saber en el que se atendiera tanto a la perfección de la enseñanza como al mejoramiento de las condiciones de vida de los estudiantes, velando por la completa formación intelectual, moral y física de las futuras generaciones españolas. El Rey quería que esta “nueva Atenas” fuese la obra cumbre de su reinado, y para ello pensaba gastar en cada facultad lo mismo que costaba un acorazado, acallando las voces que lo criticaban por los derroches militares en Marruecos, las fiestas palaciegas y, en fin, sus excesos sociales, las extravagancias propias de un hombre con sus recursos, para el que todo estaba al alcance de la mano. La situación de la Complutense, por lo demás, exigía medidas urgentes. La universidad carecía de sede central, utilizaba varias mansiones, castillos y palacetes que, al extinguirse o arruinarse las familias aristocráticas que los erigieran, habían pasado a manos del gobierno, y aunque tales lugares no carecían del encanto nostálgico de un pasado potente y señorial, no eran el escenario más propicio para las clases de matemáticas o las lecciones de lógica, que ahora tenían lugar en los mismos salones donde apenas décadas atrás se celebraban bailes, orgías y banquetes. La educación entre los muros de aquellos despojos monumentales cobraba un aire anacrónico y romántico, totalmente opuesto a las aspiraciones positivistas de profesores y estudiantes, quienes vagaban por los pasillos como por la deriva de los tiempos, intimidados por el horror de la decadencia y el peligro real del desplome.

Sobre nosotros, siguió Primo de Rivera, ha recaído el privilegio de empalmar la historia del cinema con el cinema de la Historia, y tenemos el deber estético de hacerlo con grandeza. Ahora bien, ¿qué cineasta español podría dar forma a lo que el general anhelaba? No desde luego José Buchs, dijo Sostoa. Buchs, como la mayoría de los realizadores nacionales, había comenzado imitando a los creadores extranjeros. Sostoa lo había apuntado ya al reseñar La señorita inútil, con Carmen Otero, la vedette húngara Vera Vratislava, José Montenegro, Antonio Gil Varela y el negro Pancho: más de lo mismo, piernas y risas fáciles. Aunque Buchs había sabido rectificar pronto con la castiza La verbena de la Paloma, aquel mismo éxito lo había enredado en una paradoja irresoluble: ¿cómo adaptar al cinema mudo zarzuelas y sainetes, obras que debían su éxito a las palabras, a los chistes, a las melodías? En el caso de las zarzuelas, las películas se proyectaban a veces con coros bajo pantalla, o incluso interrumpiendo la proyección para que en el escenario irrumpiera una caterva de bailarines y cantores. La gente se divertía, pero la treta, desde el punto de vista artístico, era criminal. El cinema de sainetes y zarzuelas era un espectáculo mutilado, una aporía genérica. Y cuando Buchs se salía de estos géneros, los resultados eran todavía más calamitosos. Era el caso de Una extraña aventura de Luis Candelas, que sólo agradó en los teatros de los barrios extremos, donde cualquier película sobre la vida y milagros del inmortal bandido hallaría siempre acogida favorable, y no precisamente por sus méritos artísticos. O, todavía peor, El conde de Maravillas, inspirada en El caballero de Harmental, de Dumas padre, fotografiada por un Macasoli en baja forma y plagada de anacronismos flagrantes.

¿Y Perojo? ¿Perojo?, se indignó Sostoa. ¿Se podía llamar español a lo que hacía Perojo, a esas cursilerías afrancesadas, confeccionadas fuera de su atmósfera natural, sólo por alardear pedantemente de un virtuosismo técnico falsificado? ¿A qué venía el costoso desplazamiento a estudios franceses para acabar trayendo rollos de celuloide inferiores a los que se realizaban en España con más humildad y menos ínfulas? La carrera de Perojo, marcada por la suerte del que hace fortuna en el campo para el que está menos dotado, obedecía a designios incomprensibles. Forastero en su propia tierra, Perojo no aportaba nada al cinema nacional. Había hecho sonar la flauta con la sobria El negro que tenía el alma blanca, con Conchita Piquer y el actor egipcio Ramón Sarka, impecable en el escolloso papel del mulato Pedro Wald, un cubano descendiente de esclavos que venía a Madrid para servir a una familia de recursos, dispuesta a pagarle una educación y hacer de él un hombre hecho y derecho, y que sin embargo, queriendo triunfar por la vía fácil, acababa de bailarín en un cabaret, entreteniendo con sus piruetas cubanas a disolutos y borrachos. Pero si alguien quería saber de qué pie cojeaba Perojo, era mejor que se asomara a películas como Malvaloca o, peor aún, la atildada Boy, en la que desde la primera palabra hasta el último calcetín, todo estaba copiado de filmes extranjeros y amañado por un estado mayor de técnicos parisienses, cuyos nombres había ocultado hábilmente Perojo al estrenar en las salas de España. El tema, sacado del libro del Padre Coloma, era cualquier cosa menos atrayente, y qué decir del anglófono título. Es cierto que la película había merecido las alabanzas del público elegante, pero no lo es menos que éste, ávido de verse reflejado en pantalla, caía a menudo en el engaño de escenarios trucados y figuras pomposas. El público en general aunaba inocencia de tonto de feria y malicia de vicioso, iba al cinema en procesión por el reclamo de la moda, igual que habría ido a morir en la guerra.

Quedaba solamente el maño Florián Rey, figura antagónica de Perojo. Florián Rey había entrado en el cinema de galán, pero pronto supo comprender que el porvenir lo tenía en el terreno de la máxima responsabilidad, en el máximo compromiso, y no en la servidumbre y la obediencia. Como su hermano, el violinista Rafael Martínez, Florián Rey había nacido para señor, no para vasallo. Marcado desde la infancia por un carácter indómito, dos años de servicio militar en Marruecos habían templado su espíritu guerrero. En el infierno africano se había visto constreñido a interpretar mecánicamente órdenes no siempre humanas, acertadas o erróneas. De soldado, igual que de galán, había sido espectador y no actor, y había sobrevivido captando con natural perspicacia el detalle que escapaba a los insensibles: el fallo artístico, la nota artificiosa que desdibujaba el realismo de la acción, del diálogo, del ambiente. Florián Rey se había hecho director en la mejor escuela: la del peligro. Primo de Rivera asintió. Aconsejado por Sostoa, el general había seguido la carrera de Florián Rey en su integridad y con uniforme expectación, si bien con desigual deleite. Le había gustado La revoltosa, título ambicioso para un director novel, según Sostoa, realizada en condiciones precarias y a veces clandestinas, aunque había comprendido mejor La chavala, adaptación de un sainete de Arniches ambientado en el mundo rural. Después había llegado El lazarillo de Tormes, divertida exaltación de nuestra picaresca, en la que Florián Rey había dado tablas a José Nieto, un aficionado ferviente, disciplinado, simpático y dócil. Siguieron, casi sin dilación, Los chicos de la escuela, Gigantes y cabezudos y La hermana San Sulpicio, esta última con una actriz debutante que se ganó inmediatamente a espectadores y críticos por igual. El realizador la había descubierto en el teatro Romea, interpretando un número de variedades, y sin dudarlo un instante la señaló para protagonizar la película. Sus padres, chapados a la antigua, se habían negado a que el nombre de la familia subiera a las pantallas, por lo que Magdalena Nile adoptó el mismo seudónimo que la encubría en el Romea: Imperio Argentina. A partir de ahí, Florián Rey había ofrecido al público películas que, sin igualar el glamour de La hermana San Sulpicio, consolidaron su posición en el cinema nacional. La entrañable El pilluelo de Madrid, con el niño artista “Pitusín”. La audaz Águilas de acero, ambientada en los escenarios bélicos marroquíes, tan familiares al autor. En esta película Florián Rey reprimía con buen gusto una verdad que hubiera ofendido la sensibilidad del espectador (las largas tardes de patrulla bajo el sol, el torbellino de víboras de las ametralladoras, la compañía de criminales sádicos y borrachos, los escarabajos como puños que chocaban contra las lámparas, la idolatría vejatoria del cuerpo femenino, la crudeza de la nocturna sodomía), ofreciendo en cambio una visión más próxima a las Mil y una noches que a la crudeza de la guerra, tal vez desarticulada de la realidad, pero aun así fiel al imaginario popular y respetuosa del público. La última película de Florián Rey era El cura de aldea, otra adaptación literaria, en este caso de la famosísima novela de Pérez Esdrich, con la “Romerito”, Carmen Rico, Luis Infiesta y Rafael Pérez Chaves. En todas las películas de Florián Rey había encontrado Primo de Rivera una pequeña satisfacción, una mínima escapatoria del desgarro de la España real y el desengaño de la política. Sin embargo, aunque al realizador maño no le faltaban condiciones para convertirse en el adalid del Resurgimiento del cinema español, había cometido un craso error al elegir seudónimo. Si se hubiera quedado en Antonio Martínez del Castillo… Pero al desgraciado le había dado por ponerse Rey, quién sabe si por vanidad o por recochineo. En España, Rey no había ni podía haber más que uno, don Alfonso XIII. Lo cierto era que a éste el cinema serio le traía sin cuidado. A don Alfonso XIII el cinema de exhibición pública lo aburría soberanamente, soporíferamente, aunque a decir verdad disfrutaba con los hermosos despliegues de jinetes que se veían en los filmes del salvaje Oeste, los cuales, si entrecerraba los ojos, le hacían evocar de una manera nítida y sensual el olor a pólvora de una cacería. Y oía los gruñidos de los perros. Las detonaciones de las escopetas. El silencio. Yo maté ocho conejos, escribía el Rey en su diario. Yo maté quince conejos. Al Rey le gustaban también las carreras de galgos. Los retratos eróticos. Pero poco más. El Rey no era amigo de las artes. Su gusto musical se ceñía a las marchas militares, y en pintura sólo lo cautivaban las escenas de batalla. Y cómo iba a ser de otra manera, se dijo el general. Era el cinema español el que había traicionado a su Rey, y no viceversa. Es el cinema español el que no está a la altura de España, dijo. Y, ex abrupto, le espetó a Sostoa: Es una vergüenza, el cinema español es más conservador que la propia Dictadura. Y en seguida: ¿Quién va a crear el estilo que necesita el cinema nacional? Sostoa permaneció pensativo un instante. Después, dejó caer un nombre: Rodolfo Steiner.

La noche en la piel de la pantera: 4. Segunda historia de Rudolf Steiner

29/04/2015 § Deja un comentario

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La Bénichou tuvo por cierta esta historia hasta que, en una fiesta, oyó a Capellán relatar una segunda versión. Ya antes de estallar la guerra, contó Capellán, mi amigo Steiner, que por entonces enseñaba matemáticas en una escuela de Berlín, renunció a su posición de maestro para alistarse en el ejército. En parte por tradición familiar (todos sus hermanos servían como oficiales), en parte por sentido del deber y amor incondicional a su patria, y en parte por evadirse de un trabajo odioso en un sistema educativo catastrófico y hecho a conciencia para minar la iniciativa y la salud de profesores y estudiantes, y en parte, dijo Capellán repitiendo las palabras de Rodolfo Steiner, porque había creído que sólo en circunstancias en que la humanidad al completo se ponía al límite podía ponerse al límite también él como individuo. La guerra se olía ya en el aire, toda una generación de jóvenes alemanes esperaba la ocasión de elevarse por encima de la mediocridad de sus mayores y meter al país de lleno en la aventura del heroísmo. Sin embargo, Steiner acabó decepcionado de la guerra. Allí no encontró el éxtasis que ansiaba, ni en realidad nada que no le ofrecieran sus ex discípulos: brutalidad, vulgaridad, pereza, estupidez, malicia, delincuencia, criminalidad, salvajismo. La historia le daba a la humanidad una oportunidad impagable de examinarse, de alcanzar tensiones desconocidas, la tensión del cordaje de un violín, y la humanidad, naturalmente, respondía con su acostumbrada negligencia. La guerra no había sido un banquete de bodas, pero tampoco caía dentro de lo que se podía llamar una catástrofe. Más bien era un fraude. Una chapuza. Era triste contemplar la desorganización y la falta absoluta de sistema con que se había hecho la guerra en ambos bandos. Ésa era la única abominación: la gestión horrenda de la guerra. Lo único positivo que había sacado de la experiencia, y en cierto grado su tabla de salvación de la vileza circundante, fue una conversión visceral al cristianismo (a un cristianismo sui generis que, todo sea dicho, no tenía nada que ver con la Iglesia Católica, sino que era más bien un misticismo estrafalario), gracias a la lectura de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. De hecho, Steiner había venido a España para conocer el país que había inspirado aquellos versos en los que latía una verdad inefable. Al principio se había traído consigo a unos cuantos amigos veteranos de la guerra, pero estos pronto se cansaron de España. Les parecía un país incivilizado, deprimido, inerte, enfermo de apatía, además de triste y muy mal iluminado. Así que de un día para otro Steiner se quedó solo en Madrid en una casa enorme, una mansión descomunal, desmesurada, en la que podrían haberse alojado sin molestarse tres o cuatro de esas familias españolas que andaban por las calles, lo que al alemán le pareció egoísta e inmoral por su parte, con tanta gente pobre que dormía a la intemperie, en el fondo Steiner tenía un alma noble y de inclinación piadosa, aunque cubierta por una rigidez granítica. Con todo, había sido un asunto de honor, con un duelo de por medio, lo que lo había dispuesto finalmente a trasladarse al sur y buscar una residencia más apropiada a sus necesidades de soltero. El resto de la historia era más o menos la misma: la casa de la familia de su esposa, el senequismo, las tertulias, el doble fondo, lo que tampoco quería decir que fuera la verdad, sino tan sólo la parte más consistente de la fabulación de Capellán, quien como buen cristiano mentía sólo sin mala fe y por puro sport, no para ocultar sino para condimentar una verdad que, repetida sin la menor variación, habría resultado vulgar y mortalmente aburrida.

La noche en la piel de la pantera: 3. Rodolfo Steiner

17/03/2013 § Deja un comentario

Steiner

Capellán se lo presentó como si se tratara de un genio, aunque como de costumbre fue él quien llevó en todo momento el peso de la conversación. Se trataba de un alemán llamado Rodolfo Steiner, un poco mayor que Capellán, aunque bien conservado, mucho más alto y mejor parecido. Le dividía la frente en dos partes simétricas una cicatriz trazada en línea recta, la cual le confería un aspecto romántico y siniestro, muy a tono con sus aires glaciares y aristocráticos. Tenía aspecto de explorador o deportista, sin que se pudiera precisar de qué deportes ni de qué mundos.

Después del almuerzo, los dos caballeros le pidieron que les cantara una canción. Un pajarito me ha dicho que iba usted para soprano, le susurró Capellán, con una mezcla de guasa y cortesía. La Bénichou se hizo de rogar por puro decoro. En realidad se moría por cantar, y más aun cuando al terminar la primera aria Capellán aplaudió. Rodolfo Steiner, más comedido, hizo algunas observaciones técnicas sobre el timbre y la textura de la voz. Después cantó Le Chevelure de Héctor Berlioz, con la que había tenido éxito en tantas ocasiones románticas. Rodolfo Steiner insistió en acompañarla en un piano polvoriento y desafinado por la falta de uso. La Bénichou pensó que se trataba de una estratagema para tenerla más cerca, lo que en parte la halagó y en parte la puso en contra del alemán. Éste era un hombre varonil, atractivo, seguro de sí mismo, pero no podía ver en él más que un entrometido. Igual que Rodolfo Steiner sólo tenía ojos para la Bénichou (o eso creía ella), ésta sólo tenía ojos (y oídos, especialmente oídos) para Capellán, de cuya elocuencia andaluza (en realidad gaditana, aunque ella no podía discernir aún tan delicados matices), estaba empezando a prendarse. ¿Y Capellán? ¿Qué sentía por ella? El caso es que aquella tarde le entregó la llave de un “refugio de solteros” que tenían en Cádiz, y a partir de entonces la Bénichou se volvió visitante asidua de aquel santuario de la gallardía masculina.

El refugio de solteros era una casa de dos plantas unidas por una estrecha escalera en la que nunca hubo luz, había que subirla tanteando los escalones con la punta del pie, ideal para romperse el cuello, bromeaba Capellán, hasta llegar a un pasillo de techo alto, dos dormitorios y un balcón de madera. Uno de los dormitorios lo ocupaba Rodolfo Steiner, mientras que el otro quedaba a la disposición de Capellán. Allí escribía poemas religiosos, artículos patrióticos e historias románticas. Allí, sobre una cama vencida y desprolija, dormía borracheras y mitigaba excesos. Los dos amigos compartían el piso de abajo, con recibidor, comedor, cuarto de baño y cocina. Rodolfo Steiner y yo tenemos un acuerdo de caballeros que nos prohibe traer mujeres a casa, le dijo Capellán a la Bénichou. ¿Y yo?, le preguntó ella. Tu eres la excepción que confirma la regla, dijo Capellán. Y se rió. Steiner pronto partirá para Madrid, dijo, por un tiempo indefinido.  Su ausencia revocará temporalmente toda obligación contraída. Los pactos son como el papel moneda, dijo, pierden su valor tan pronto como se cambia de territorio.

Cuando la Bénichou le preguntó cómo había conocido a Rodolfo Steiner, Capellán le contó que era un ingeniero alemán que trabajaba para la compañía Krupp, la cual vendía acero al gobierno. La compañía, dijo Capellán, sobrestimando la complejidad del negocio, había enviado a España media docena de representantes. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que con uno sería suficiente, así que mandaron volver a todos menos él, que era el mejor situado en la Krupp y el más capaz del grupo. De la noche a la mañana, el alemán se quedó solo y casi desocupado en Madrid, metido en una casa gigantesca, desproporcionada para una sola persona, y más tratándose de un sedentario extremo como Steiner, que apenas dejaba su dormitorio. Al final, enfermo de una soledad punzante, como un animal salvaje trasladado a otro continente, o como una planta exótica trasplantada en un suelo extraño, decidió viajar al sur para cambiar de aires y acabó arrendando aquella casita, que era propiedad de la familia de su esposa. Capellán, a quien le había llamado la atención el senequismo del alemán, lo había invitado a acompañarlo al Ateneo Municipal, donde se discutía de toros, balompié, poesía y política, y así era como se habían vuelto como uña y carne, aunque Steiner era uña que mantenía distancias con la carne y conservaba en todo caso sus maneras solemnes, su doble fondo, su misterio.

La noche en la piel de la pantera: 2. José María Capellán

06/07/2012 § Deja un comentario

En 1928, durante la Feria del Caballo de Jerez de la Frontera, la señorita Monique Bénichou asistió a una cena en casa de don Federico de Isasi y Dávila. Allí conoció a José María Capellán. Capellán llegó a la hora del postre, diciendo que lo habían entretenido en la caseta de González Byass, donde se había brindado por los galardonados en los Juegos Florales, dijo blandiendo dos botellas de brandy Lepanto. A Capellán le había correspondido el honor de presidir el jurado, y por eso no había podido escaquearse hasta bien pasadas las once de la noche. Cuando había salido de la caseta ya llevaba la luna un buen rato de luminaria de devotos y farol de borrachos, redonda y resplandeciente como un queso manchego. Capellán se excusó también por la ausencia de su esposa, la cual había alumbrado un varón recientemente. El primogénito, dijo. Aunque su matrimonio con doña María del Mar Domecq Rivero Núñez de Villanueva y González había sido bendecido ya con tres preciosas niñas, todos entendieron que se refería al sucesor, el portador del apellido, el que certificaba la pervivencia del linaje, el porvenir de la estirpe. Capellán, que llegaba exultante, encontró asiento a la derecha de la Bénichou y se pasó la velada incitándola a brindar con pretextos que fueron derivando de lo enológico a lo erótico, todas ellos trillados, pero aun así conmovedores. Cuando una mujer es tan bella, decía, y de nombre francés, es menester que se engalane con un buen vino andaluz.

El escritor estaba radiante porque, a pesar de su juventud (cumplía el martes 8 de mayo los treinta y un años), los demás miembros del jurado lo habían tratado con una consideración casi reverencial, llamándole don José María, señor presidente, maestro, y eso que no hacía mucho era él quien participaba en los Juegos Florales con la voluntad de ganarse una reputación en el mundo de las letras, si bien es cierto que había sido galardonado en cada ocasión, primero con varios accésit por décimas religiosas o de tema andaluz, y al poco con un Primer Premio en la Feria de su Cádiz natal, por un poema que cantaba al beato Fray Diego José el Gaditano en su centenario, una maniobra con visos oportunistas pero en el fondo poética y devota, y finamente se había consagrado con la Flor Natural en Sanlúcar de Barrameda por El Viático, cuyos versos aún se recitaban a diestro y siniestro como una exhibición de competencia folclórica, rivalizando con El Piyayo de José Carlos de Luna: ¿Tú conoces al Piyayo, un viejecillo renegro, reseco y chicuelo; la mirada de gallo pendenciero y hocico de raposo tiñoso, que pide limosna por tangos y maldice cantando fandangos gangosos?

Alguna vez tiene que venir usted a tomar el café a casa y así conoce a mi señora, le decía Capellán a la Bénichou. Ma petite épouse, à laquelle vous n’avez pas encore pu voir, n’est-ce pas pénible?, le decía mientras se le humedecían los ojos y le cogía la mano con delicadeza. Y luego: Pero beba, beba más vino. ¿No es delicioso? En él se esencian los dones del sol, la frescura de la lluvia y la pureza de la tierra, decía galante. Y recitaba: Chiquilla, ten cuidado con el vino y la aceituna, que abren mucho el apetito. Y: Tu mirada seductora inspira una paz que encanta; tú tienes alma de santa y cuerpo de pecadora. 

Una semana después, la Bénichou recibió una nota en la que Capellán la invitaba a almorzar en la hacienda familiar de Chipiona. Si lo desea puede hacer la invitación extensible a la señorita sobrina de don Federico, le decía. Y después: Vendrá también un caballero muy interesante al que me gustaría que conociera. Aquella última parte la desencantó. Pensó que o bien había malinterpretado las atenciones de Capellán en casa de don Federico, o bien éste se había arrepentido nada más recuperar la sobriedad y el sano juicio, y ahora intentaba empaquetársela a aquel “caballero muy interesante”.

La noche en la piel de la pantera: 1. Casi detectivescos

07/06/2012 § Deja un comentario

Por conversaciones sé de quienes hemos tratado de acceder a la obra de Rudolf Steiner que nuestra tarea ha tenido siempre tintes casi detectivescos.

Hablo, por supuesto, de incontables visitas a mercadillos y rastros de Madrid, Valladolid, Bilbao, León y Barcelona. Habló de días enteros haciendo inventario de despojos ajenos para no encontrar nada, pero sin atreverse a dejar un solo baúl sin abrir ni un sólo título sin leer. Hablo de un estado de ansiedad permanente, de una alerta constante en las desaparecidas distribuidoras Sarmata, de Barcelona, o Aztlán, de Madrid. Hablo de una vida entera interrogando enigmas y tragando polvo de bibliotecas. Hablo de noches en vela y de noches soñando con una aguja perdida en un pajar de tamaño planetario, soñando con ser coleccionista de experiencias para luego conformarse con coleccionar leyendas. Porque la nuestra era persecución de una leyenda, como los exploradores que buscaban El Dorado. Nos bastaba encontrar una mínima referencia en algún libro para estallar de gozo. Y luego las llamadas telefónicas y la felicitación de la cinefilia fascista, una cinefilia clandestina, subterránea y antisocial, pero leal y generosa, casi una verdadera sociedad secreta de hombres de mediana edad y oficios diversos que nos comunicábamos por teléfono frustraciones y hallazgos y rezábamos en soledad por la fortuna en la búsqueda. Digo sociedad, pero la nuestra era una sociedad de individuos, una sociedad secreta en el sentido más extremo de la palabra. Jamás conocí en persona a ninguno de mis interlocutores. Sabía su nombres (o más bien sus alias), sabía sus números de teléfono, no precisaba saber nada más. Nuestro único vínculo eran aquellas conversaciones telefónicas, normalmente nocturnas. Es inquietante pensar ahora, después de tantos años, que no hubiese sido posible recordar a Rudolf Steiner sin la colaboración de la telefonía.

Voy a contar dos pequeñas anécdotas, creo que bastante significativas y, hasta podría decir que sintomáticas. Recuerdo que en 1982, necesitado de guardar bajo llave unos cachivaches, un amigo que trabajaba en un Ayuntamiento de la provincia de Valencia (permitidme que no revele nombres) me ofreció una gran sala vacía en el último piso del inmueble. Recuerdo haber subido una escalera larga y empinada, una escalera mortal de filme de Murnau o Polanski, y al llegar al final accionar el interruptor, pero no había luz. Tras abrir una ventana pude ver un espectáculo que me puso los pelos de punta y me aceleró las pulsaciones, aquejado como estoy desde la adolescencia de hipertensión y cinefilia: decenas de cintas arrojadas por el suelo, completamente desordenadas y cubiertas por una capa de polvo que parecía la pátina de los siglos. Y entre ellas, tras una primera inspección que reveló copias en su mayor parte ya conocidas de películas no tan viejas como la sensación de abandono que daba el lugar, cintas de los cuarenta y los cincuenta (recuerdo Orosia de Florián Rey y El hombre de la Legión de Romolo Marcellini), encontré dos rollos sin etiquetar que me aceleraron el pulso. Aquí está, pensé. Me hallaba, sin duda, ante la cinemateca local del Movimiento, o más precisamente ante sus restos. Aquel espectáculo era el testimonio de la caída de los ídolos y el desplome de las ilusiones. Me daba en la nariz que nunca había estado tan cerca de una película de Rudolf Steiner. Nada le dije a mi amigo del hallazgo. Me llevé aquellos rollos sin identificar y di por perdido el resto de las cintas. ¿Robo? No tuve, os lo prometo, la sensación de arrebatarle nada a nadie, sino la de rescatar a un huérfano de las dentelladas de la desidia, y puede que hasta de algún roedor. Mi desengaño fue monumental. Lo que me había llevado era una copia del documental Derrumbamiento del Ejército Rojo, de Antonio Calvache, adquisición sin duda importante, pero no lo que yo andaba buscando. Esta cinta, que durante años vivió conmigo en secreto, figura hoy en la (dicen) impresionante colección personal del politólogo francés Alain de Benoist, a quien tuve la oportunidad de estrechar la mano hace unos años en Madrid.

Nunca he sido fetichista. No me he aferrado a nada ni a nadie. Es más, cuando me vi en la necesidad me deshice de casi todo lo que tenía, vendiéndolo al mejor postor, no me avergüenza decirlo. Mi colección fue accidental, mi único interés era Rudolf Steiner, y de él no conseguí nada que valiera la pena conservar.

Lo que me lleva a la segunda anécdota. Fue escasos días después de haberme casado. En agosto de 1984 me fui de viaje de novios a Sante Foy-Le-Grande, localidad no muy lejana a Bergerac, en Francia, y allí, en un mercadillo, entablé conversación con un tipo que hablaba nuestro idioma bastante mejor que muchos compatriotas (mi abuela nació en Murcia, me dijo). En su tenderete de libros de lance encontré unas Memorias del cinema mudo de Serafín Sostoa (quien firmaba S. S.) publicadas en 1953 por Zeus (por la editorial Zeus, se entiende) en una edición original de 50 ejemplares firmados por el autor, de los cuales el mío era el número 29. Este libro, del que nunca había oído hablar, me alegró un día en lo personal tormentoso y umbrío. Me lo llevé por una cantidad irrisoria, puede decirse que al peso, junto a otros de tinte anarquista, y algunas obras de Federica Montseny, y cosas de García Lorca, de Miguel Hernández, y hasta de Luis Rosales. Siempre me he preguntado cómo llegarían hasta allí aquellos libros, sin duda liquidados por los herederos de algún espíritu inquieto, qué tumbos darían antes y después de cruzar los Pirineos para llegar finalmente a mis manos.

Gran parte de lo que sé de Rudolf Steiner proviene de la obra de Serafín Sostoa. Otros autores de las JONS cercanos a él, como Ramiro Ledesma Ramos, Montero Díaz o Emiliano Aguado, jamás se interesaron por el cinema. Lo de estos caballeros no era la contemplación sino la acción inequívoca. A los jonsistas no me los imagino embelesados por la ambigüedad de una película muda, sino imponiendo la verdad a machetazos. Me presentaron hace años a Maximiliano Lloret, antaño hombre fuerte de las JONS en Valencia. Lloret fue el fundador del efímero semanario Patria Sindicalista. Cuando le mencioné el nombre de Rudolf Steiner, dio muestras de reconocerlo. Sabiendo que se trataba de un farol, le tendí el anzuelo. ¿Había visto Lloret las películas del alemán? Hacía años, aunque no las recordaba bien, dijo Lloret. Entonces es muy probable que sea usted el único que las ha visto, llevan lustros perdidas, le dije. Vaya por detrás, y también por delante, que detesto a los idiotas que se las dan de entendidos. Lloret, para no quedar mal, simuló haberse equivocado de nombre. Yo, que en cuanto me desahogo sé volverme transigente y no meter el dedo en la llaga, le di una palmadita en la espalda. Hay que ser más modesto, le dije. Lloret se puso rojo como una amapola. Por un momento temí que se echara a llorar. Luego comprendí que no se debía a la vergüenza sino a la rabia. Murió unas semanas más tarde, posiblemente sin haber olvidado aquella humillación que él mismo (y no yo) se infligiera.

Dicho sea sin ánimo de mortificar el nombre de Maximiliano Lloret ni escupir en su tumba. Al contrario, que descanse en paz. La ignorancia ha sido moneda de pago común a Rudolf Steiner. El alemán no tuvo fortuna en España. Salvo en núcleos reducidísimos y, como dije, secretos, en nuestro país el nombre de Rudolf Steiner carece de la menor resonancia. Es muy difícil encontrar alguien que sepa quién fue. La fatalidad parece empeñada en hacer lo imposible para borrarlo de la historia.

Aquí cabe una tercera anécdota que no pensaba incluir, pero que viene como anillo al dedo. A mediados de los sesenta mi padre fue destinado a Benicalap, arrastrando consigo a toda la familia. Benicalap fue una de las pedanías que el desarrollo franquista puso patas arriba en aquella década. Pasó directamente del arado al seiscientos, de la Edad de Piedra a la revolución industrial. De las barracas al hacinamiento en bloques de pisos sin ascensor, sin alcantarillado ni un metro cuadrado de equipamientos, como ahora se dice. No muy lejos de casa quedaba la avenida de Onésimo Redondo, donde, con una caña larga y mucha pericia, íbamos a recoger mi hermano Javier y yo hojas de morera para alimentar a nuestros gusanos de seda. Más allá de Onésimo Redondo, lo recuerdo con claridad, había una avenida rotulada con el nombre de Rudolf Steiner. Ambas formaban el barrio de Torrefiel, que luego fue escombrera y hoy es el parque de Benicalap. Ésa es con toda seguridad la primera vez que llega a mis oídos el nombre de Rudolf Steiner. Allí, en aquella avenida de la memoria, echada abajo para alojar un parque de recreo, se juega sin duda mi destino, la consunción ofuscada de mis años futuros.

El arte de la fuga: Cuarto movimiento

03/11/2011 § Deja un comentario

Lower Rosedale Shakespeare Reading and Badminton Society

For you have but mistook me all this while

En primavera de 1957 empezamos a reunirnos un grupo de amigos para leer obras de Shakespeare en mi apartamento de Rosedale (Toronto) y aunque coincidió con la época de su debut en Europa con la Orquesta Filarmónica de Moscú, cuando dio el histórico concierto de Leningrado, y después los de Viena, Berlín, Ginebra y Londres, además de sus numerosos compromisos en los escenarios canadienses y norteamericanos, siempre que podía se presentaba, meticulosamente puntual y cargando con su voluminosa edición de las tragedias completas de Shakespeare, la única por la que se avenía a declamar sus papeles y a la que nadie más tenía derecho a acercarse, por la que una noche leyó entero al teléfono su papel preferido, el de Ricardo II, desde un hotel de Houston, y la misma que desde entonces se empeñó en transportar siempre que iba de gira, hasta que cometió el error de facturarla dentro de una maleta que nunca llegó a su destino, lo cual, por cierto, fue el verdadero origen de su aversión a la facturación de equipajes y de que incluyera en la cláusula de sus sucesivos conciertos que “bajo ningún pretexto y en ninguna circunstancia” estaba dispuesto a considerar que ninguno de sus bienes personales “trascendiera su campo visual o, en su defecto, el de algún representante suyo específicamente designado”.

A king of beasts indeed. If aught but beasts,

 I had been still a happy king of men

Incluso en verano, cuando antes de las sesiones de lectura nos juntábamos para jugar al badminton en Rosedale Park, a menudo él también se nos unía, aunque jamás lo vimos con ropa deportiva, sino que a pesar del calor bochornoso traía invariablemente un suéter de lana de cuello alto y su distintiva gorra de cuadros, que un primo suyo le había comprado en Australia, y se sentaba siempre en su banco a leer novelas de ciencia-ficción o a estudiar partituras mientras canturreaba y se dirigía con la mano, exactamente igual que hacía en sus conciertos, al menos según dicen, pues a sus pocos amigos nos había rogado –y más tarde impuesto, de manera insistente y casi tiránica– que no asistiéramos a ninguno de ellos, ya que su táctica para soportar la obscena idolatría del público consistía en suprimirlo de su imaginación, tomarlo en conjunto y llegar al convencimiento de que no existía, lo que sólo podía hacer si el público le era absolutamente anónimo, por ese motivo siempre irrumpía en el escenario con la vista baja y negando la mínima atención a la sala, pues sabía que el mínimo vislumbre de un rostro aparentemente similar a uno vagamente conocido sería suficiente para desbaratar su necesaria operación substractiva.

And know not now what name to call myself

Fue precisamente una de esas tórridas tardes cuando, mientras los demás jugábamos al badminton, tuvo la idea de que alternásemos las obras de Shakespeare con improvisaciones dramáticas originales, sesiones que aprovechó para crear y desarrollar un pequeño repertorio de personajes, o más bien personalidades –Sir Nigel Twitt-Thornwaite, Duncan Haig-Guinnes, Karlheinz Klopweisser, Theodore Slutz, Sebastian Blind, Laura-Lydia Fazekas–, que aunque pronto adoptó de manera más o menos permanente e incluso llegó a representar en algún programa de televisión y de radio, nacieron para bromear con los amigos: cuántas veces me llamó de madrugada como uno de sus alter-egos, o bien fingiendo ser Pierre Boulez, Leonard Bernstein, Yehuda Menuhin, Igor Stravinsky, el primer ministro de Canadá, el presidente de la CBC, Donald Duck, mi esposa, algún conocido común, incluso la dueña del apartamento en que yo vivía y a la que sólo conocía de un breve encuentro hacía más de dos años, y aun después de haber descubierto la suplantación persistía en la broma hasta el final de la conferencia telefónica, que venía a durar entre dos y tres horas, y durante la cual él hablaba y hablaba y yo prácticamente sólo asentía, pues pronto comprendí que a él le bastaba con comprobar de tanto en tanto que yo le seguía al otro lado de la línea, como si mi testimonio diera consistencia a su monólogo, como si necesitara un interlocutor para no obstante conversar consigo mismo y desplegar su irreprimible pensamiento, de modo que normalmente yo le escuchaba medio dormido, incluso alguna vez profundamente dormido, con la oreja pegada al auricular que reposaba sobre la almohada, por supuesto entonces aún no sabía que él estaba grabando todas esas largas llamadas de principio a final para almacenarlas en el monumental archivo de más de siete mil horas de conversaciones telefónicas que sus albaceas apenas han empezado a escuchar, transcribir, catalogar y fechar de manera metódica.

This music mads me. Let it sound no more,

For though it have holp madmen to their wits,

In me it seems it will make wise men mad

A veces nos citábamos para almorzar en un barato restaurante chino de Cabbagetown, cuyo propietario lo agasajaba haciendo sonar sus Variaciones Goldberg, sospecho que más por astucia mercantil que por melomanía, si bien a él le agradaba de cualquier forma, de modo que se empeñaba en que dejáramos siempre una propina exorbitante, absolutamente desproporcionada tanto con el ridículo importe de la cuenta como con la ínfima calidad de la comida, y fue durante uno de esos almuerzos cuando me informó de que por fin había dado los pasos oportunos para finiquitar su carrera de concertista, y aunque por desgracia su agenda estaba repleta hasta 1964 –hablábamos en enero o febrero de 1958–, había prohibido a sus agentes que adquirieran nuevos compromisos, a lo que ellos por cierto primero habían asentido y sólo después, una vez que comprendieron que hablaba en serio y que ya no volvería a desdecirse, se habían escandalizado y conjurado con sus abogados, con los ejecutivos de Columbia Records y con algunas “amistades pecuniarias” para vaticinarle que abandonar los escenarios conllevaría dejar las grabaciones pianísticas, pues un artista que no comparece públicamente se vuelve desconocido e incluso inexistente para el público, el cual sólo compra discos de artistas existentes y preferiblemente conocidos, y al fin y al cabo los discos se graban para que el público sacie su apetito de comprarlos, y no para apilarlos en un almacén y venderlos después en rastros de baratillo, en pocas palabras para hacer dinero y no por su grado de excelencia pianística, que no deja de ser una apreciación subjetiva, mientras que los dividendos, aparte de pagar facturas, tienen la ventaja intrínseca de ser objetivos, le habían dicho, pese a lo que él estaba convencido de que seguiría grabando, es más, de que el futuro de la música está en los estudios de grabación y no en las salas de conciertos, dijo, donde la masa se congrega reunida por la misma fuerza que los atrae en torno a una demolición, una ejecución pública o una catástrofe, y en donde sólo muy excepcionalmente y por mero despiste aparece algún individuo con un interés genuino por el elemento musical de la comedia, el cual es a la larga irremisiblemente asfixiado por la parafernalia concomitante, dijo textualmente, de modo que el oyente genuino preferirá siempre quedarse en su casa y escuchar en privado la música que ama, sobre todo cuando el galopante desarrollo tecnológico le permita manipular las grabaciones para componer, por ejemplo, su propia reproducción favorita de una sonata de Beethoven con los mejores fragmentos de las múltiples versiones de distintos pianistas.

I’ll give my jewells for a set of beads

En invierno de 1963 me pidió ayuda para encontrar alojamiento en Toronto, un hogar en donde “aliviar su sistema nervioso de los estragos causados por veinte años de oscilación inconexa entre el populoso espanto de los escenarios y el espanto aislante de las habitaciones de hotel de medio planeta”, y tras visitar cuartos, estudios, apartamentos, dúplex, casas (de una, dos y tres plantas, con y sin jardín, con invernadero, con sistema de seguridad, con piscina) e incluso una antigua granja avícola a cuarenta millas de la ciudad, rodeada por un terreno baldío de casi cuatrocientos acres de silencio, acabó por instalarse en una minúscula buhardilla sin cocina, en la que milagrosamente pudieron introducir y después acomodarle sus dos pianos, y cuya única ventaja era que sólo quedaba a dos manzanas del apartamento en donde mi mujer y yo residíamos, al cual se asimiló de manera natural e inmediata, invitándose a desayunar, almorzar o cenar, o presentándose para tomar café, para ver la televisión o hacer una llamada telefónica, o bien para hacernos salir y seguirle a una tienda de discos, una librería o unos grandes almacenes, o arrastrarnos al cine para ver alguna película de la que presumiblemente acabaríamos teniendo que desertar porque “no se le puede conceder ni un segundo de crédito más a quienes se aprovechan del tiempo invertido por otros en la contemplación de sus exudaciones artísticas”, o bien venía simplemente para llevarse discos, libros, partituras, revistas e incluso una fotografía del banquete de boda de mis padres, que jamás devolvía, y que pasaban a integrarse orgánicamente en el caos de su habitáculo inhabitable –angostado por la acumulación de discos, casetes, volúmenes, carpetas, archivadores, hojas sueltas, libretas con anotaciones, cartas de admiradores, partituras, tazas, piezas de fruta, botellas de agua mineral, vasos de plástico, camisas planchadas y dobladas, con la etiqueta de reparto de la lavandería todavía sujeta al cuello por un alfiler (de los brazos de la lámpara colgaban perchas con pantalones oscuros y un racimo multicolor de corbatas)–, por donde sin embargo él se movía con el aplomo de un ángel en pleno Apocalipsis, creando y recreando obras musicales de inmoderada exigencia con una lucidez casi algebraica, lo que al cabo de los años me ha llevado a pensar que su talento consistía ante todo en una extraña clarividencia del orden, incluso en las condiciones de desorden más extremas –como las creadas por el método de “clasificar” sus miles de discos (a los que nadie más que él estaba autorizado a acercarse): cada vez que recargaba el tocadiscos, en lugar de devolver el que acababa de escuchar a su funda, lo guardaba en la funda del que se disponía a escuchar, reemplazo que, según decía, le ahorraba el 50% del trabajo manual, de modo que, cuando quería escuchar un disco, en lugar de sacarlo de su funda, lo sacaba de la funda de la que había sacado el que había escuchado inmediatamente después de él en la última escucha, y por más que tal sistema memorístico, que en ocasiones, para rastrear el paradero de la grabación deseada, lo llevaba a retrotraer cadenas de centenares de audiciones desde la presente, nos parezca una aberración clasificatoria, lo había seguido durante años sin extraviar ni un solo ejemplar–, y aun más, que las condiciones de orden con que nos dejamos arropar desde la cuna son el refugio de nuestra mentalidad inferior, perezosa e íntimamente vacilante.

 

Tell thou the lamentable tale of me,

And send the hearers weeping to their beds

Cuando empezó a grabar en New York para la CBS, la buhardilla (hoy santuario consagrado a su memoria) se convirtió en el almacén de sus bienes personales, al final materialmente inaccesible, pues cuando la dejó definitivamente, a principios de los 70, los empleados de la agencia de mudanzas tuvieron que descolgarse con garfios desde el tejado para, ante la perplejidad de los vecinos, forzar la ventana y poder empezar a vaciarla por ella pieza por pieza, como una madriguera de ladrones, que después trasladaron a su nueva y espaciosa mansión de Maple Leaf, en principio un obsequio de su compañía discográfica, una vivienda futurista, poligonal y de una blancura enigmática, con un estudio de grabación en el sótano adonde la CBS enviaba equipos de productores y técnicos norteamericanos, y que en realidad acabó siendo una prisión, y él un recluso, que le abolió todo límite teórico y práctico entre la vida privada y el trabajo, de modo que a partir de entonces –1973 o 1974– nadie que yo conozca volvió a frecuentarlo en persona, aunque siguiera comunicándose telefónicamente, proyectando siempre utópicas visitas, describiendo después los pormenores de sesiones de grabación maratónicas, en las que el resto del equipo se turnaba mientras él persistía despierto, cada vez más despierto, para controlar hasta la más minúscula porción de detalle, y terminando con la perturbada relación de sus males (pálpitos, ardores, úlceras, insomnio, tendinitis, sinusitis, gastroenteritis, jaquecas, anemias, arritmias, teniasis, tungiasis, diabetes, arterioesclerosis, soriasis, leishmaniasis, leptospirosis, fiebres de Marburgo, herpes, hematuria, hepatitis, hempotisis, cianosis), de los cuales vivían seis especialistas diferentes que, reservados los jueves para cualquier otra emergencia, se repartían los días de sus semanas, y aunque seguía al pie de la letra los seis distintos tratamientos simultáneamente, al parecer les ocultó no sólo la existencia de los otros cinco colegas, sino también que además se auto-diagnosticaba y se auto-prescribía medicamentos suplementarios, y lo que es peor que se estaba intoxicando de literatura pseudo-científica, la cual le había inspirado ideas como que pomos, timbres y pasamanos son focos de infecciones mortíferos, que los obesos son más sensibles al dolor (según un modesto estudio realizado en pacientes con artritis de rodilla), o que todos sus insufribles padecimientos se debían a que en alguna de sus giras internacionales se había quebrado el cordel que lo unía a su espíritu, y éste vagaba ahora por una tierra extranjera –“intérprete desalmado de música desalmada”, lo habían calificado en una crítica, refiriéndose a que apenas considerara el repertorio romántico–, aunque a decir verdad esta última idea no provenía de ninguna publicación, sino de un chamán al que se empeñó en que yo también visitara, y que finalmente me envió a mi propio domicilio, a lo que todavía hay que sumar su objeción vitalicia a cualquier práctica deportiva y que se alimentara casi exclusivamente de huevos revueltos y salami, que según sus agentes y administradores fue el detonante de un proceso mortal de degradación física, aunque los doctores lo achacasen a las condiciones de trabajo abusivas, y al abuso reiterado de fármacos los fabricantes de salami.

El arte de la fuga: Tercer movimiento

13/10/2011 § Deja un comentario

Touring

En 1961 dio 23 conciertos.

En Detroit, con programa de Beethoven, exigió que rastrearan el escenario en busca de micrófonos.

En Hamilton, con programa de Bach, calculó, para tranquilizarse, los segundos de vida que hipotéticamente le quedarían al acabar el concierto, suponiendo que éste no durara más de dos horas y que él llegase a los sesenta, que resultaban ser 1.198.537.311.

En Toronto, con programa de Bach y Hindemith, mandó que en el intermedio sirvieran una copa “del mejor champagne” a todos los ocupantes de asientos impares, que se empeñó en pagar personalmente con un fajo exuberante.

En New York, con programa de Bach, un senador lo tomó por Arthur Rubinstein.

En Montreal, con programa de Bach y Strauss, mandó llamar a un carpintero para que rebajara la altura del piano catorce milímetros.

En New York, con programa de Krenek y Hindemith, el último en abandonar el coqueto auditorio fue un admirador que había fallecido de un infarto.

En Spokane, con programa de Bach, Mendelssohn y Brahms, mientras los Siegel se codeaban con el resto del público, la baby-sitter les sacudía a los niños.

En Vancouver, con programa de Beethoven, tocó la Appassionata cuatro veces en cuatro pianos distintos.

En Minneapolis, con programa de Beethoven, se hizo transportar los mismos cuatro pianos de Vancouver para reproducir exactamente el mismo espectáculo.

En Princeton, con programa de Schoenberg, Mozart y Bach, exigió que el público desfilara, al entrar y al salir de la sala, por un detector de metales.

En San Francisco, con programa de Beethoven, apareció encerrado en el servicio de señoras el cuerpo de un empresario barcelonés desaparecido hacía tres meses.

En San Louis, con programa de Beethoven, se negó a que le pasara las páginas de la partitura una joven bizca.

En New York, con programa de Bach, Schoenberg, Beethoven y Berg, se le coló en el camerino una admiradora para venderle un lote de seguros.

En Tel Aviv, con programa de Mozart y Beethoven, se negó a estrechar consecutivamente las manos de Gérard Philipe, Max Brod, la viuda de George Antheil y Béla Lugosi.

En Salt Lake City, con programa de Beethoven, donde por confusión se puso a la venta más del triple del aforo, los pasillos estaban atestados de damas y caballeros vestidos de etiqueta.

En Buffalo, con programa de Ogden, Beethoven y Bach, se fugó en el intermedio saltando por un ventanuco desde el segundo piso del auditorio.

En Washington, con programa de Schoenberg, Mozart y Bach, hizo que regalaran doscientas entradas a los internos de un hospicio de sordomudos y otras doscientas a los de un sanatorio de tuberculosos terminales.

En Berlín, con programa de Schoenberg, Mozart y Bach, un inspector de policía tomó del teclado sus huellas dactilares, las cuales se conservan hoy en el museo de Toronto que lleva su nombre.

En Londres, con programa de Beethoven, una duquesa se le acercó para ofrecerle su mano “o la de una de sus hijas”.

En Winnipeg, con programa de Brahms, no pudo sacarse ni por un instante de la cabeza la tonadilla de un célebre anuncio de colchones.

En Berkeley, con programa de Berg, Schoenberg, Hindemith, Krenek y Morawetz, acabó con cuarenta y seis de fiebre.

En Cleveland, con programa de Bach y Beethoven, tuvieron que instalarle en el escenario ocho calefactores portátiles, y aun así se presentó con un abrigo por encima del frac, tres vueltas de bufanda y sus famosos mitones.

En Denver, con programa de Bach y Strauss, tocó a Beethoven y acto seguido se enojó porque el programa se había confundido de programa.

El arte de la fuga: Segundo movimiento

08/10/2011 § Deja un comentario

An Experiment in Listening

En general, apenas practicaba

me había acostumbrado a memorizar la partitura sin el teclado

la aprendía primero completa de memoria y sólo más adelante la trasladaba al piano

de modo que lo que guardaba era una visualización interna de la música, si es que tal expresión tiene algún sentido, una impresión abstracta, no sonora, y mucho menos táctil o digital

lo que era un método kamikaze, y que de hecho lo llevó en una ocasión al borde del colapso.

Tenía que tocar el Opus 109 de Beethoven en un auditorio provinciano de Kingston

cerca de Toronto

en el salón de actos de una casa de cultura, presumiblemente abarrotado de cabezas tumefactas, con las caras enrojecidas por la pesada digestión de una cena abundante y regada de alcohol, que no aguantarían ni diez minutos antes de empezar a dormitar o, en el mejor de los casos, sucumbir a la evocación de fantasías financieras

siempre que se enfrentaba a un compromiso menor se divertía programando alguna pieza que nunca antes hubiera tocado

el Opus 109 no es una pieza de las más exigentes

el Opus 109 no es una pieza precisamente ligera

sin embargo, en la quinta variación del último movimiento hay una parte vertiginosa

una sección diatónica en intervalos de sexta, acelerada, que exige cambiar a intervalos de tercera en una fracción de segundo

la mayoría de las interpretaciones que había escuchado por entonces, incluso las de los grandes, parecían enloquecer y desbocarse al atacar la variación quinta, la cual sólo puedo calificar de “disolvente”.

Con su habitual suficiencia, se hizo con la partitura sólo dos semanas antes de la cita en Kingston

la estudié de cabeza, como de costumbre, y sólo empecé a practicar una semana antes del concierto, lo que suena suicida

lo que era suicida

pero era mi manera de hacer las cosas, siempre había dado buenos resultados, y estoy seguro de que incluso con el Opus 109 habría seguido funcionando si no hubiera cometido un error psicológico absurdo, y es que, para cerciorarme de que yo no tendría ningún problema donde tantos otros habían fracasado, algo de lo que por lo demás me sentía plenamente seguro de antemano, quise empezar por esa misma variación tan temida

la variación quinta

la que había oído pulverizar a tantos pianistas

la que había pulverizado a tantos otros pianistas experimentados

la prueba definitiva de Beethoven

un Beethoven turbio, ensordecido y sombrío, diabólicamente inspirado para arrebatar la sublimidad a los sublimes

un ejercicio desenfrenado de mecanografía pianística

que suena como el escarnio sottovoce de la muerte.

Enseguida

comprendió que esta vez sus manos no tenían ni la mínima idea de cómo realizar lo que les dictaba la cabeza

por primera vez en toda mi carrera musical veía moverse mis manos sobre las teclas como una lagartija su cola amputada: estaba bloqueado

cualquier pianista mediocre habría sabido disimularlo o, por lo menos, despacharlo chapuceramente

TAta-TAta-TAta-TAta-tataTAta—tatata-tatata-tataTA-tatata-tataTA-tataTA— quemasdá-quemasdá

pero para él era una situación tan excepcional que el problema lo obsesionó y se le enquistó tanto que sólo tres días antes del recital no podía llegar a ese punto

la variación quinta

sin frenarse en seco, literalmente petrificado por su nueva e inexplicable incapacidad pianística

todavía puedo cambiar el programa, pensé, puedo saltarme la quinta variación e incluso el movimiento entero sin el menor riesgo de que nadie se dé cuenta, incluso puedo llamar y cancelar el concierto

mas lo que hizo fue probar con el Último Recurso.

A la derecha del piano coloqué una radio; a la izquierda, un televisor

los conectó a todo volumen y se puso a tocar el último movimiento del Opus 109

sonaban tan alto que, aunque estaba tocando, no podía oírme, no oía más que la atronadora cacofonía de los aparatos, pero seguía tocando, sin oír ni pensar si oía ni que no oía lo que estaba tocando, sin pensar en nada, sólo tocaba y tocaba y me dejaba llevar como en un baile, y al llegar a la quinta variación la toqué también de corrido, sin oír el error, sin sentir el error

que parecía haber desaparecido junto con su manifestación auditiva

y la toqué ochenta, noventa, cien veces seguidas, de principio a fin, la quinta variación

sin oírla, borrada por la vociferante conspiración estereofónica de la banalidad, la delectación catastrófico-macabra y el sentimentalismo mecanizados

poseído por ella, no sólo la podía tocar, sino que llegó a parecerme que ya nunca podría dejar de tocarla, que si me detenía jamás podría volver a sentarme a tocarla, quiero decir no sin antes conectar otra vez el televisor y la radio, así que no tenía sentido sencillamente levantarme y silenciar aquellos monstruos ensordecedores que al ocultármela me la hacían posible

pienso que aquel bucle de plenitud musical inaudible fue el mayor derroche artístico de la historia

había eludido una celada inmortal con una artimaña casera, pero de nada vale, pensé, si ahora no soy capaz de superarme en astucia

con sangre fría, se dio cuenta de que, en ciertos momentos, la variación liberaba alternativamente una de sus piernas

nunca más de un segundo o segundo y medio

dos a lo sumo si prolongaba el tempo, y él era un experto en la prolongación del tempo

así que

tras haber ponderado estratégicamente la distribución de las fuerzas enemigas y la oportunidad de su ataque

derribé el televisor de una patada

rabiosa que lo acalló para siempre, y apenas dos compases después

le solté un pisotón a la radio

que hizo crujir su coraza de plástico con un último estrépito

TAta-TAta-TAta-TAta-tataTAta—tatata-tatata-tataTA-tatata-tataTA-tatata—tatata-tataTA-tatata

Moraleja: el genio se distingue por la aportación de soluciones originales

pero aún más por la creación de problemas no menos originales para ellas.